Bienaventurados nosotros
que ignoramos la luz
que florece en la piel de la ceniza,
bienaventurados,
pues hemos olvidado el nombre
de las olas tardías,
y el peso de las sombras en la noche,
y el amor imperfecto detrás de la cortina.
Bienaventurados nuestros cuerpos
que rozaron el cielo en un columpio
sin advertir que el blanco de la flor
más alta del invierno
guardaba en su interior tres calaveras
sonrientes.
Bienaventurados, sí, todos nosotros
que hoy tenemos un velo para ver
tantísimo silencio
que ayer mismo los ojos nos negaban. Alejandro Pedregosa
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